El Quijote sueña siempre. Su pasado glorioso, sus pergaminos, lo obligan a hacerlo, aun cuando no tiene con que. Aun cuando lo único que puede ofrecer es sus deseos de volver a ser amado, admirado, como un grande, o como un aventurero.
Sancho Panza, en cambio, no sueña. Simplemente piensa, decide, y ejecuta según sus posibilidades. Reales, medibles, pero no menos emotivas desde su compromiso con el orgullo.
Deportivo Morón y sus obligaciones de grandezas a cuestas son el Quijote. Villa San Carlos y su manifiesta humildad que empezó hace poco a escribir grandes historias, es Sancho Panza.
Se encontraron sus espíritus en una cálida noche de marzo. En la legendaria casa de Don Quijote, y Sancho le dio una verdadera lección de vida. Y de fútbol. Al final de la batalla intelectual entre los dos, el escudero se abrazó a su premio, y el caballero se sintió vacío, inexpresivo, y tal vez solo.
La canción, la famosa canción que menosprecia al rival y angustia a los propios, llegó indefectiblemente después del gol de Cristian Camposano. “Que no juegan con nadie” reza la última estrofa. Y Mauro Raverta, ese incansable rebelde con causa que se juega la vida por esa camiseta celeste, acompasaba el estribillo meneando la cabeza, y juntando más fuerzas para demostrar que “nadie” es él, que “nadie” su alma, su esfuerzo diario de años. Y el de sus compañeros. Que lo imitaron. Por eso San Carlos terminó ganando por primera vez en su historia (cuantas veces ya este grupo hizo efectiva esta frase), en la mítica cancha del gallito de Morón.
Sancho Panza no puede ser el Quijote. Y lo sabe bien. No le cabe, ni le gusta ni lo siente. No son para este equipo de Besada y Malli las declaraciones fastuosas, ni los proyectos desmedidos, ni las andanzas locas. Tienen los pies sobre la tierra, aunque los hinchas los hayan puesto en el cielo. En su cielo, de gloria y eterno agradecimiento.
Así juegan, y así sienten este camino que transitan por primera vez en la B Metropolitana. Así le ganaron a Morón.
Con la laboriosidad de un obrero, y la paciencia de un artesano. Construyeron un primer tiempo destruyendo las virtudes del rival. Y arriesgaron cuando el reloj biológico del partido los alentó a hacerlo. En el primer cuarto de hora del segundo tiempo. Primero con el pájaro Miranda metiendo un tiro en el palo. Y luego con ese centro medido de Avalo que Camposano convirtió en gol sabiamente.
En la cumbre del realismo, los muchachos de Berisso desarrollaron un libreto que tiene pautas inamovibles. El orden defensivo, que no de casualidad empieza en el desgate para molestar de sus delanteros. Alargado en esos mediocampistas todo-terreno y versátiles como Rotondo y Gonzalo Raverta. La generosidad de Sommariva; que termina en la sincronización perfecta, casi geomértica de Slezack y Oroná (es casi imposible que se descontrolen y vayan los dos a la misma pelota). Apuntalada claro está, por esos guerreros de las rayas, que son Mauro Raverta y Ochandorena.
Apenas alguna licencia para que Avalo Piedrabuena se salga del libreto, y para que Miranda y Camposano luego hagan lo que saben hacer más: confundir a las defensas rivales. La cuota necesaria de audacia está depositada en ellos. Pero también en la soltura de alguno de los volantes, que tienen obligación cada tanto, como en el segundo tiempo, de pisar el área rival.
Así le complicó la vida esta noche a Morón, como antes lo hizo contra otros grandes como Atlanta, Español o Sarmiento…
Después del gol, Morón luchó contra los molinos de viento que le vendió San Carlos por propuesta ilusoria. Lo sedujo hasta la ceguera de avanzar en malón sin saber muy bien para qué, y lo que es peor, como.
Como contrapunto casi paradójico, la magia que Morón buscaba sin herramientas, la tenía La Villa en el banco. La portaba Emanuel Sarati, que en algunos minutos demostró más que los renombrados jugadores del gallito en todo el encuentro.
No pudo terminar las obras que empezó, pero terminó siendo anecdótico. Sarati es de esos jugadores que prometen, y viéndolo llevar la pelota dan muchas ganas de creerle…
Llegó la hora del final, y los perros le ladraban a Don Quijote. Le decían que si el arquero Migliardi iba a cabecear al área en la última, una deslucida pero reparadora Dulcinea vestida de empate iba a premiarlo. Pero Sancho Panza tenía preparada la última lección del realismo más puro: “la unión hace a la fuerza”.
Fue la última secuencia de una noche en la que el propio Cervantes pudo haber sido testigo de los ribetes de su propia obra. Porque él los inventó a los dos. Pero una noche, Sancho Panza le enseñó algo al Quijote. Que la humildad, la sencillez y el amor propio, también pueden alcanzar la gloria.
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